El puma en general tiene una imagen negativa y al mismo tiempo de abundancia, lo que genera una dicotomía difícil de resolver entre su conservación y las actividades productivas. En la Patagonia Argentina, los ganaderos lo conciben como una “plaga” que atenta contra su actividad. Si bien la legislación nacional establece que todos los habitantes de la Nación tienen el deber de proteger la fauna silvestre, no es tan así, ya que le da autonomía a las provincias para regular estas poblaciones.
Es así que de la mano del poder ejecutivo se crean regulaciones provinciales para el “control de especies predadoras de la ganadería”, donde se establece que el ocupante de los campos es quien tiene la obligación de controlar las especies “plaga”. Con estas medidas el estado, garante de la fauna y flora de la provincia, le “transfiere” la potestad de manejo de una especie a un privado sin ningún tipo de control e incluso en algunas regiones, premiándolo con dinero público por cada piel de puma o zorro entregada.
Esta concepción se alinea con prácticas ancestrales muy arraigadas en la sociedad rural, donde ser “leonero” los coloca en un nivel social de prestigio entre sus pares. Recorriendo las estancias del sur de Argentina, se pueden ver en los puestos de los campos productores de ovejas, gran cantidad de perros que trabajan a diario como sabuesos de huellas y marcas.
El capataz recorre con su jauría cada espacio de su tierra hasta encontrar rastros de estas especies. Allí se colocan las trampas que son visitadas posteriormente hasta dar con la captura de un ejemplar, que en el caso de los pumas es acorralado por los perros y encuentra su muerte de la mano del “leonero” que lo abate. Otras prácticas recurren directamente al empleo indiscriminado de veneno, barriendo así con toda la cadena trófica que entra en contacto.
Cuando se transitan los caminos y rutas de Patagonia, se pueden ver los cadáveres de zorros y pumas colgados de los alambrados de las estancias.
Esta práctica, lejos de disuadir a otros predadores de merodear el área, resultan en exhibiciones cargadas de sadismo, montadas en sitios de alta exposición pública (como cruces de caminos) y dirigidas hacia todos aquellos que circulamos en nuestros vehículos particulares.
Es así como nos encontramos con escenarios escalofriantes, donde cada estancia muestra la proeza de su cacería decorando los límites de su propiedad con los animales despellejados.
Es urgente avanzar en programas de convivencia entre la fauna nativa y las actividades productivas. Se ha demostrado que esto es posible por ejemplo con el trabajo de perros guardianes de ganado, entrenados no para acorralar y matar sino para proteger a las ovejas mediante procedimientos de disuasión, pero son muy pocos los campos en la Patagonia Argentina que aplican estas prácticas de manejo con sus majadas
Se deben crear planes de manejo de predadores basados en información técnica que permita: reconocer su situación poblacional, identificar claramente los conflictos con las actividades productivas, y analizar las diferentes alternativas de gestión, posibles de resultar ecológicamente y hasta económicamente más aptas que las actualmente practicadas.
Como fotógrafa de naturaleza tengo la responsabilidad de mostrar la belleza y fragilidad de los ecosistemas y sus poblaciones, y lo importante que resulta la empatía y protección de toda forma de vida, llamando a reflexionar sobre nuestra conducta.
Una convivencia amigable con el resto de las especies que nos rodean, basada en el respeto y en el amor es posible y necesaria. Cómo sociedad debemos hacer un urgente cambio de paradigma que reconozca a todos los seres vivos con derecho a vivir en armonía. Destruir la naturaleza nos destruye como sociedad.
Las imágenes son desoladoras, pero muestran una realidad que entre todos podemos revertir en un corto plazo aunando esfuerzos, asumiendo responsabilidades y entendiendo que el mundo es uno solo y que la única forma de seguir habitándolo es desarrollando nuestras actividades productivas en convivencia con el resto de los seres vivos.